jueves, 27 de marzo de 2014


 “… a las dos estábamos en la escuela hasta las cuatro y nos daban para comprar un dulcito, una meriendita, fuera torta burrera, melcocha, cualquier cosa de esas” recuerda el autor de los célebres libros de cocina “a la manera de Caracas” en las  Conversaciones con Armando Scanonne de Jacqueline Goldberg y Vanessa Rolfini.
Originalmente una “moderada” ración de comida ingerida a media tarde, principalmente constituida de dulces y bebidas, representaba la oportunidad, de reunir pequeños grupos de familiares y amigos para compartir y matar el tiempo, en una ciudad sin radio, televisión y con poca afición a la lectura de pasquines y gacetas, era, además,  el momento para ponerse al día, comentar los escándalos de rigor, hablar de la crisis, porque parece que nuestro país siempre tiene una crisis de algo, y lucirse con  las recetas de las maravillas dulces que se habían servido en el suculento yantar.  Acompañados de una tisana, una taza de chocolate caliente o una copita de oporto, los convidados se entregaban libremente al doble placer de comer y murmurar de sus vecinos.
Muchas  veces, estos platillos eran comprados, pero invariablemente uno o dos se elaboraban en los fogones de la casa y la receta se guardaba celosamente, era un “secreto de familia”, que pasaba de generación en generación, preparaciones llenas de trucos que solo las cocineras más experimentadas conocían, y plagadas de expresiones como: cucharadas copetonas, una locha de papelón o cuando tenga punto, que dificultaban, por no decir que hacían imposible la reproducción de estas preparaciones.
La hora de la merienda era el paraíso para los niños, que encerrados todo el día en casa o la escuela, veían llegar de mano de los dulceros que portaban, cual ofrendas de azúcar, azafates repletos de “jaleitas”, coquitos, suspiros, alfondoques, besitos de coco, turrones, catalinas o trozos de tortas.
Era justo el comienzo de la tarde, el momento para esperar los pregones que anunciaban, en rutas y horarios regulares, la llegada de la merienda, en las horas de recreo la muchachada se arremolinaba en torno a los portadores de bandejas cubiertas por impecables paños blancos o grandes cajas cubiertas por tapa de vidrio.
Así pues las granjerías salieron a la calle, y las tortas y postres de tronío quedaban tras los patios de los que dedicaban parte o la totalidad de su tiempo a recibir encargos, poniendo a disposición de los que podían pagarlo sus habilidades culinarias.
 Parte de mi texto publicado en la Revista Bienmesabe del mes de mayo de 2013

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