Patio Colonial del Club Torres, Carora, estado Lara |
“El oficio de la dulcería en nuestro
país siempre ha sido asunto de las hijas de Eva. El consumo y elaboración de
golosinas era, en un principio, costumbre de las familias de origen europeo
cuyas mujeres recreaban en sus mesas las tradiciones culinarias provenientes de
la Península Ibérica” puntualiza Ivanova Decán Gambús en su trabajo de
incorporación a la Academia Venezolana de Gastronomía.
Desde los primeros tiempos de la
colonia, viudas y solteras, sin muchos medios para subsistir, “pobres pero
honradas” y que contaban con la suerte de manejar destrezas culinarias
garantizaban la manutención con esa producción
Célebres en este sentido son las
hermanas Bejarano: Magdalena, Eduvigis y Belén, quienes a fuerza de hornear la
torta que lleva su nombre a base plátanos maduros, pan de horno, papelón y
especies, lograron, gracias a la Cédula Real de Gracias al Sacar, de 1795, ser
consideradas blancas y asistir a los oficios religiosos usando manto y
acompañadas de una esclava, que llevaba la alfombra para sentarse y
arrodillarse en los duros pisos de piedra de los templos caraqueños.
El aprendizaje y supervivencia del
recetario de dulces tuvo, sin lugar a dudas, como protagonistas a las órdenes
religiosas, las tradiciones conventuales hispanas se asientan y mestizan con
los sabores e ingredientes nativos en los claustros de los conventos. El
celestial mazapán de las monjas toledanas encontró, por ejemplo, su par
venezolano en el Mazapán de coco de las Monjas de Las Mercedes.
Cuando en mayo de 1874, por decreto
presidencial Antonio Guzmán Blanco suprime las órdenes religiosas femeninas,
las monjas abandonan los conventos y muchas de ellas, como cuenta Graciela
Schael, continúan vistiendo los hábitos y viviendo en clausura en los “cuartos
de atrás” de las casas caraqueñas, de allí sin duda, una que otra vez se
acercarían a los fogones para revisar preparaciones y darles su toque, esta
presencia será valiosísima para la popularización de recetas dulces antes limitada a los conventos.
Partiendo de la consideración de la elaboración
de dulces como una labor sobre todo femenina, podemos entender que sean cada
vez menos las que se dedican a tiempo completo a su preparación, pues el siglo
XX en nuestro país representó la incorporación masiva de la mujer a tareas que
se podían realizar fuera de casa. Sin lugar a dudas una joven que tenía que
trabajar por necesidad, se preguntaría si era preferible trabajar como
telefonista o pasar horas frente a un fogón.
Mujeres como mi abuela Berta, que dedicó
su vida a los fogones y que decía, con orgullo, “con melcochas y tortas levanté
a mis muchachos”, son francamente una especie en extinción.
Parte de mi texto publicado en la
Revista Bienmesabe del mes de mayo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario